En la ciudad de México hay cientos de leyendas que se desarrollaron durante la época de la colonia (siglos XVII al XIX), una de ellas ocurrió en un lugar cercano al que hoy conocemos como La Lagunilla, en el centro de la gigantesca capital mexicana y fue dada a conocer por Artemio Arizpe.
Fue una noche oscura pero tranquila, en la cual el padre Agustín Aparicio se dirigía a una reunión con algunos de sus feligreses y amigos. En la zona todos conocían al predicador de la palabra de Dios, por lo que, cuando se encontraban con él, le besaban la mano y le prometían donar cosas para los pobres. La calle era angosta y estaba empedrada, y no había más luz que la poca que reflejaba la luna; él iba pensando en la reunión, ya que al jugar a las cartas apostaban, pero frecuentemente eran interrumpidos por las súplicas de los transeúntes; siguió caminando y de pronto escuchó los pasos de alguien que le venía siguiendo, los pasos eran apresurados, por lo que se inquietó, por fin una voz masculina lo llamó - padre disculpe -, el volteó la cabeza y vio a dos angustiados muchachos, por lo que respondió:
- ¿Qué les sucede?
Ellos le informaron que había una mujer moribunda cerca de ahí, y que deseaba confesarse; sin poner excusa alguna el sacerdote les pidió que apresuraran el paso, ellos lo ayudaron a subir a una carreta que los esperaba y le indicaron al cochero que los llevara a la casa de la mujer moribunda y así se hizo, viajaron varias calles, y al llegar a su destino le indicaron al padre donde vivía la desafortunada; lo ayudaron a bajar, tocaron y una señora de baja estatura, despeinada y con la cara agachada les abrió la puerta; esta señora llevaba una vela encendida y la ropa que vestía era muy vieja, el sacerdote detectó un olor nauseabundo, la mujer lo condujo hacia el interior y en el cuarto donde se encontraba la moribunda, esa señora le dio la vela al padre y los dejó solos
Según el relato del padre, ahí estaba en una cama con un lujoso vestido negro de terciopelo de bellos bordados y una diadema de brillantes en la cabeza, sin embargo lo que más resaltaba era la belleza de su rostro y los cabellos rubios que se extendían sobre la almohada, ella estaba llorando y le pidió al padre que se acercara, el así lo hizo, se arrodilló y sacó su rosario así como un pañuelo blanco, y empezó la confesión, y a cada instante sufría la mujer al contarle sus pecados, llorando, por lo que el también sufría y se lamentaba de tales acciones; incluso llegó a derramar algunas lágrimas.
El tiempo transcurrió, y poco a poco se le veía más tranquila, serena y resignada, por último el padre la liberó de todo pecado dándole la absolución, y se despidió de ella dándole un beso en la frente, y cuando lo hizo se percató de que ya estaba muerta, por lo que le habló a la señora que lo había conducido al cuarto... como nadie le contestó, empezó a buscarla en otras habitaciones sin encontrarla, entonces salió a la calle para buscar a los muchachos, pero tampoco los encontró; en ese momento decidió regresar al interior de la casa y cuando llegó a la puerta, ésta empezó a rechinar a la vez que se cerraba. Él intentó detenerla y abrirla, pero no pudo, ya que la fuerza con la cual se cerró era increíble. A su vez una voz de alarido salió de esa casa, una voz hueca que hubiese puesto los cabellos de punta al más valiente; temeroso, el sacerdote se retiró del lugar, para reunirse con sus amigos con los que había quedado en verse; pensativo y aterrado por lo sucedido aceleró el paso en esas calles solitarias.
Al llegar a la casa de la reunión, entró y se sentó, los ahí presentes le empezaron a cuestionar sobre lo que le acontecía, a la vez que los otros dijeron:
- Padre, se perdió de una buena comida y de ricas botanas, pero ya sé, no vino temprano por que sabía que no iba a ganar, pero no se preocupe.
Sin embargo, el padre Agustín no respondía, seguía pensando en lo que vio y padeció minutos antes; cuando metió su mano a la bolsa reaccionó y se dio cuenta que le faltaba tanto el santo rosario como el pañuelo blanco, hasta entonces contó todo a los jugadores; como la mayoría lo estimaba mucho le pidieron que no se preocupara y que les dijese dónde habían estado, para que algunos mozos fuesen a recoger sus pertenencias, así lo hizo en tanto comenzó a comer.
Los mozos fueron y al llegar a la casa tocaron, y preguntaron en las casa aledañas, sin embargo les decían que no sabían nada, por lo que decidieron regresar y al llegar a la reunión preguntaron al padre la ubicación exacta de la casa, él les aseguró que la dirección que había propinado era correcta, al tiempo que les dijo, -ahí fue, si desean, vamos- y todos decidieron ir al día siguiente.
Al amanecer se reunieron todos incluído el sacerdote, llegaron a la casa, tocaron pero nadie les abrió, y volvieron a insistir, diciéndole al padre que a lo mejor no era ahí, él insistió y tocaron lo más duro posible, pero nadie les hizo caso a excepción de un vecino, un señor muy sencillo de edad avanzada, quien les informó:
- No insistan, en esa casa no vive nadie desde hace muchos años, por eso la cerraron fuertemente- ...y les contó lo siguiente: -hace algún tiempo en esa propiedad se escucharon algunos ruidos, mi esposa se asomó por la ventana y aterrada vio la casa en llamas y a una mujer vestida de terciopelo negro, correr en el techo de un lado a otro, a la vez que salían alaridos de la casa. Este suceso impresionó mucho a mi esposa, haciéndola enfermar y posteriormente morir.
Debido a la insistencia del padre Agustín, mandaron traer a un herrero, quien logró abrir la puerta, para que todos entraran y efectivamente, no había nadie, penetraron en un cuarto que al padre le pareció conocido, y de repente vio tirados su rosario y su pañuelo, quedando impresionados los presentes. De debajo de la cama salía un pedazo de terciopelo negro, excavaron y encontraron el cadáver amarillento de una mujer, pero más aterrador fue que en su cabeza tenía una diadema con brillantes y en su cuerpo el vestido de terciopelo negro con bellos bordados y cabello rubio, tal y como la había descrito el padre Agustín, por lo que un escalofrío se apoderó de todos, al tiempo que se escucharon sus rezos, y más asombrados quedaron cuando voltearon a ver al sacerdote, ya que le empezó a salir espuma por la boca y a reírse con voz hueca, también se golpeaba contra todo lo que veía. El padre Agustín se había vuelto loco.
Autor:
Artemio Arizpe.
Fuente:
http://kruela.ciberanika.com/leycol4.htm
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